Historia de Yenny
Yenny llegó a nuestras vidas de manera inesperada. La recogí de Sadeco, la empresa de recogida de animales abandonados. Quería una perrita pequeña para que mi hijo pudiera jugar con ella, ya que los perros que teníamos eran de gran tamaño. Yenny, en cambio, era perfecta para él. No era la perra más guapa, pero tenía algo especial que me hizo insistir en llevármela a casa, a pesar de que en la perrera no querían entregármela. Llevaba mucho tiempo en una jaula, conocida simplemente como “la 80”, y me dijeron que su carácter podía haberse vuelto peligroso tras tanto tiempo en cautiverio. Pero yo sabía que había algo bueno en ella, algo que podía salvarse.
Cuando llegó a casa, fue evidente que tenía mucho miedo. No confiaba en nosotros ni en los otros animales que convivían en nuestro hogar. En cuanto vio a uno de mis gatos, intentó cazarlo, pero con un firme “¡NO!” fue suficiente para que nunca más lo intentara. A partir de entonces, Yenny no solo se acostumbró a los gatos, sino que se volvió increíblemente tolerante con ellos. Les permitía que le robaran su cama y hasta dormían encima de ella. Incluso cuando se coló un agapornis por la ventana, que se quedó a vivir con nosotros, Yenny lo aceptó. Al principio quiso cazarlo también, pero con otro “¡NO!” claro, entendió que no debía hacerlo. El agapornis llegó al punto de subirse a su cabecita como si fuera su sombrero, y Yenny no hacía nada por quitárselo.
Con el tiempo, empezó a confiar en nosotros. Al principio, cuando le di un beso en su carita, se asustó tanto como si hubiera oído un petardo. Pero, poco a poco, empezó a acostumbrarse al cariño. Su nobleza era pura, a pesar de las cicatrices físicas y emocionales que traía consigo. Con el tiempo, tuvimos que operarla de la columna, y durante la cirugía los veterinarios descubrieron que tenía un plomillo de escopeta alojado en su cuerpo. Era evidente que Yenny había pasado por mucho antes de encontrarnos.
A pesar de sus traumas, nunca mostró celos ni resentimiento. Al contrario, cuando acariciaba o elogiaba a otro de nuestros animales, Yenny se emocionaba y entornaba los ojos, como si ella también disfrutara del amor que repartíamos. Mi hijo y ella desarrollaron una relación única. Se adoraban mutuamente, y Yenny se convirtió en una segunda mamá para él. Era simpática, dulce y, con el tiempo, nos dimos cuenta de que su belleza iba más allá de lo físico. Se volvió preciosa, tanto por dentro como por fuera.
Cuando Yenny murió, ya era mayor y mi hijo había llegado a la adolescencia. Perdimos a una compañera especial, una de esas almas mágicas que solo se cruzan una vez en la vida. Aunque me he acostumbrado a despedirme de los animales que he rescatado a lo largo de los años, su partida dejó un vacío profundo. Su amor, su dulzura y su luz siguen presentes en nuestros corazones, y la echamos de menos cada día.
Fue una de esas perritas que marcan la vida para siempre, y tuvimos la suerte de que nos aceptara como su familia.